JAIME IZQUIERDO
Intentando explicar las relaciones de la sociedad con el entorno el ecólogo González Bernáldez (1985) diferenciaba entre «paisajismo voluntario», definido como el que se construye para conseguir determinados efectos estéticos o recreativos -los parques públicos o los jardines, en una ciudad-, y «paisajismo natural», consecuencia de «la interacción hombre-naturaleza con finalidades productivas». En su opinión, a diferencia del «paisaje voluntario», la construcción del «paisaje natural» no tuvo finalidad estética y ésta, de existir, era sencillamente la expresión de un determinado modelo agropecuario.
Dicho de otra manera, y por acercarlo a nuestra realidad, los campesinos asturianos del siglo XVIII, del XIX, e incluso los de la primera mitad del XX, no tenían en la cabeza la conservación de la naturaleza como objetivo, sino la preservación de una determinada estructura productiva, imprescindible para su supervivencia, que estaba inevitablemente condicionada por las características ecológicas locales y por las tecnologías disponibles. Lo que pretendían conservar, en suma, eran las bases ecológicas de las que dependía su compleja organización social y productiva. Y tratando de mantener esos fundamentos conservaron, de paso, una naturaleza y un paisaje del que formaban parte y condición que ahora se nos ofrece como uno de los principales signos de la identidad regional y un escenario de atracción recreativa para los habitantes de la ciudad.
La estrategia de manejo campesino en la economía tradicional se basaba en la pluriactividad, el policultivo, la combinación interdependiente de la agricultura y la ganadería, el uso de los excedentes del monte y la adaptación permanente al medio para conseguir la mayor eficacia energética -eso que ahora llamamos ecoeficiencia- en unas condiciones limitadas tanto por la propia geografía, la dependencia casi exclusiva de la energía solar -en sus múltiples manifestaciones- así como por la carencia de energías fósiles, procesos y técnicas de origen industrial. Casi ninguna diferencia con la visión aristotélica del proceso: «la Tierra concibe por el sol y de él queda preñada, dando a luz todos los años» (Naredo, 2000).
A partir de la segunda mitad del siglo XX, y tras el inicio y la generalización de la industrialización urbana y agraria de nuestro país, tendrán lugar cambios radicales. La nueva estrategia productiva industrial tendrá repercusiones en la conservación de los paisajes tradicionales de montaña al menos con tres efectos principales: éxodo rural y abandono de las estructuras productivas tradicionales; intensificación de los usos agrarios allá dónde se vislumbró una oportunidad y aparición de nuevas estructuras agrarias productivas desvinculadas de la tierra y, por último, el auge declarativo de los llamados «espacios protegidos» como respuesta a los deseos de la política urbana de «conservar la naturaleza».
Sin embargo, la política de la conservación de la naturaleza en España, que emerge con fuerza en la década de los setenta, hará caso omiso de las relaciones históricas entre las culturas campesinas, el paisaje y la biodiversidad, de las que ya hemos dado cuenta, y se lanzará a una carrera de declaración de espacios y especies protegidas planteando soluciones ajenas al mantenimiento de las conexiones entre naturaleza y gestión tradicional del campo, y a la salvaguarda de los procesos agropecuarios que favorecían la dinámica de los ecosistemas. Con posterioridad, la política de conservación de la naturaleza de la España democrática seguirá por la misma senda y consolidará las mismas tesis, principios y métodos.
Se negaba de este modo el papel de facto que como gestor histórico del territorio había ejercido el campesino en el manejo de los sistemas tradicionales, aún a pesar -o quizá por eso- de que éste ya había sido identificado con precisión por los responsables de la política de conservación de la II República (Hernández-Pacheco, 1935) y por destacados científicos vinculados a la Institución Libre de Enseñanza (ver trabajos de Alonso Millán, 1995, y Santos Casado, 1996).
El complejo y ajustado sistema de conocimiento campesino, lejos de ser rehabilitado, actualizado e incentivado, no será, ni tan siquiera, investigado y caerá en el olvido tanto para los conservacionistas como para los productivistas agrarios. Tan sólo en los últimos años la etnografía, la antropología social, la geografía regional y algunos investigadores vinculados a la ecología cultural, la economía y la historia agraria, se mostrarán sensibles a este mundo y realizarán trabajos de investigación para dejar constancia de su trascendencia como elemento conformador de paisajes y ecosistemas.
Lamentablemente estos trabajos no tendrán ninguna influencia en el diseño final de las políticas estatales y regionales de conservación en las que, como hemos advertido, predominará un sesgo que excluye a la cultura campesina de la gestión del territorio o, peor aún, no la apoyará cuando el mercado industrializado, la inclemencia, la soledad, la penosidad o la modernización la echan del monte. Tan sólo las medidas de «compensación» de renta agraria y de mejora de las bases productivas acudirán en auxilio de los ganaderos. Sin embargo, lastradas por la perspectiva industrial, cometerán errores por falta de visión ecosocial y terminarán por derivar hacia un sistema de subvenciones escasamente incentivador.
Pondré un ejemplo para explicar la importancia del error que hemos cometido despreciando el conocimiento campesino tradicional como factor fundamental en la gestión del paisaje.
La conservación de los parques en una ciudad -escenarios, como hemos dicho, de «paisaje voluntario»-, se realiza por un equipo que integra a tres tipos diferentes de profesionales: un director -jefe de jardines, jardinero mayor, etcétera-, que tiene la responsabilidad de organizar, administrar y mantener los parques; un cuerpo de Policía -municipal o específico de parques y jardines- que vela por el cumplimiento de las normas que garantizan la conservación y, por último, unos operarios de mantenimiento, los jardineros, que podan, entresacan, quitan ramas muertas, atienden la fauna, siegan, recogen hojas, hacen semilleros, injertan, plantan flores y realizan, en definitiva, todas las tareas de lo que podríamos llamar plan de uso y gestión del parque.
Pues bien, en el caso de los «parques naturales», tenemos directores y guardas, pero nos hemos olvidado de los operarios de mantenimiento. Es decir: de los paisanos que antaño aplicaban su conocimiento para mantener la capacidad productiva del ecosistema y para los que no hemos previsto repuesto.
En consecuencia, los pastizales de montaña han entrado en regresión, los matorrales avanzan sobre antiguos campos de cultivo, casi nadie planta cereal o legumbres, poda frutales o hace leña del árbol caído, o cucha, o limpia les sebes o levanta el muro que sujetaba una centenaria tierra de labor. Los bosques se enmarañan, la apicultura va a menos, la polinización se atenúa, las variedades locales desaparecen y las razas ganaderas se quedan al borde, los pasos y los caminos se cierran, las especies oportunistas disparan sus poblaciones y las más exigentes retroceden, la biodiversidad diminuye y el paisaje se simplifica. Y así el campo, mal llamado eufemísticamente espacio natural, ya no tiene quien lo atienda.
El abandono de los usos tradicionales en el campo, y el desguace del suelo rústico que vivimos en estos prolegómenos del siglo XXI puede acarrearnos tantos problemas ecológicos como los que vivimos con la sobreexplotación agraria de los recursos naturales, habida a principios del XX, o con la intensificación y los monocultivos de mediados.
Sin duda, este planteamiento a favor de la rehabilitación de la gestión tradicional aplicada al manejo de la naturaleza es complejo, e introduce un importante nivel de incertidumbre en la política de conservación, en las estructuras administrativas creadas para gestionarla, en la profusa legislación desarrollada y en las corporaciones profesionales que se han configurado en los últimos años como especialistas en conservación de espacios y especies. Pero por mucho desasosiego que produzca esta realidad no podemos seguir negándola o, peor aún, mirar para otro lado.
Si queremos vencer al abandono, las políticas de conservación de la naturaleza, y las agropecuarias en territorios tradicionales (o espacios protegidos), precisan de una importante reforma en sus objetivos, en sus bases conceptuales, en las metodologías y en los procedimientos de gestión. Para instalarse en una nueva perspectiva que supere las graves contradicciones a las que nos ha llevado la especialización del pensamiento industrial, deberíamos tener en cuenta tres ideas previas:
1.ª Desterrar el prejuicio contra el campesino, que lo retrata en algunos ambientes de la «ecología profunda» como enemigo del campo, furtivo y especulador, queriendo ver en él al principal responsable de la desaparición de determinadas especies de la fauna silvestre. Aún admitiendo ciertos débitos en el asunto es indudable que el balance histórico del campesino tradicional como conservador de la naturaleza asturiana le es, por activa y por pasiva, más que favorable.
2.ª Entender que para seguir produciendo y manteniendo el «paisaje natural» y para conservar la naturaleza no podemos abandonar el campo y que, por tanto, necesitamos «operarios», es decir, campesinos que recuperen el código local de manejo cultural del territorio en un nuevo contexto laboral, social, económico y cultural basado, sin embargo, en los principios ecológicos de la gestión tradicional. Y eso es así porque el paisaje no es un escenario estático, un mero decorado de fondo, sino un escenario dinámico que exige una renovación y un intercambio permanente de influjos y energías.
3.ª Asumidas las dos anteriores necesitamos desarrollar políticas imaginativas que nos ayuden a recuperar culturas y oficios al borde de la extinción con métodos que devuelvan a los campesinos la dignidad, la autoestima perdida, la calidad de vida y los sitúe, quizá por primera vez en la historia, en el lugar que se merecen como arquitectos del paisaje, como gestores del territorio y como maestros artesanos de la mejor tradición agroalimentaria del país. Pensar, en definitiva, en el campesino -y no en el agricultor estrictamente pendiente de los dineros de la PAC, de los vaivenes de la industria y de los mercados multinacionales- como en un nuevo profesional asociado a la producción agroalimentaria local, la conservación de la biodiversidad y la gestión del paisaje.
Para iniciar este inédito camino en búsqueda de nuevas soluciones es preciso entablar un diálogo con científicos, investigadores, ecologistas, sindicatos agrarios, profesionales de la enseñanza, cooperativas del campo, asociaciones de criadores de razas autóctonas de ganado, juntas ganaderas locales, cooperativas forestales, asociaciones de ecoturismo y agroecología, consejos reguladores de las denominaciones de origen y marcas de calidad, grupos de desarrollo rural, partidos políticos y representantes institucionales con el fin de tratar de asignar funciones y responsabilidades en las relaciones entre la sociedad y el entorno en lo relativo a la conservación de nuestra naturaleza.
Por difícil que pueda parecer, necesitamos construir ese nuevo paradigma colectivo porque en ello nos jugamos no sólo la viabilidad del paisaje rural asturiano -con sus implicaciones para la economía regional y la conservación de la naturaleza- sino la de un sector agroalimentario de calidad con grandes oportunidades en la producción vinculada a la tierra y al saber hacer ancestral. Pero este proceso no será posible sin el reconocimiento previo de que el abandono de los sistemas tradicionales es, probablemente, el principal problema ecológico al que se enfrenta la conservación de los «paisajes naturales» de nuestra región.
Pretender la reforma de la política de conservación de la naturaleza sin ese reconocimiento es una tarea inútil. Como frustrante está siendo intentar poner en marcha programas de rehabilitación de algunas culturas campesinas sin renovar previamente el aparato conceptual de la conservación.
Sólo a partir de entonces, deshaciendo errores y planteando nuevos objetivos, será posible redefinir, reconstruir, modernizar y rehabilitar las relaciones entre la naturaleza y el campo por medio de una nueva política de conservación, integrada en un modelo de gestión agroecológico regional, que vele por igual del paisaje, de la biodiversidad y de la producción agroalimentaria de alta calidad.
Jaime Izquierdo es jefe del departamento tecnológico del Servicio Regional de Investigación y Desarrollo Alimentario (Serida).
0 comentarios realizados :
Publicar un comentario