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El fuego es parte de la naturaleza. Uno de los elementos modeladores del paisaje. Sin embargo, el incremento y la sucesión de incendios considerados no naturales —aquellos provocados por la mano del hombre o ayudados por la mala gestión del territorio— está teniendo un efecto violento en los ecosistemas. Arden los bosques y las llamas se llevan por delante no solo la flora y la fauna. También pueden causar daños irreparables en el suelo donde después tendría que crecer de nuevo el verde. Lo que el fuego devora en dos días puede tardar más de 100 años en recuperarse. Es el tiempo para volver a tener un bosque frondoso y adulto.
Los incendios forestales han quemado en lo que va de año más casi 150.000 hectáreas, según los últimos datos del Ministerio de Agricultura y Medio Ambiente. Es casi el doble que la media de superficie afectada en el mismo periodo en los últimos 10 años. La de 2012 está siendo una campaña especialmente “virulenta”, según el subsecretario del Ministerio del Interior, Luis Aguilera Ruiz.
A las altas temperaturas y las escasas lluvias en muchas de las zonas afectadas, se une el tijeretazo que las autoridades han aplicado a los programas de prevención y equipos de extinción —Parques Nacionales, por ejemplo, redujo en junio un 20% la partida de presupuesto destinada a ello—. Factores que no han hecho sino contribuir a avivar las llamas de estos incendios, muchos de ellos, además, provocados.
Valencia, Tenerife, Alt Empordá, La Gomera, León... miles de héctáreas afectadas, una importante cantidad de ellas de alto valor ecológico que arrojan un triste paisaje. Y ante la impotencia de no haber podido sofocar a tiempo el incendio surgen las dudas sobre cómo ayudar al terreno a recuperarse. Y si la naturaleza necesita, verdaderamente, de la mano del hombre para ello.
Pero el fuego, con todo su dramatismo, no es un punto final. Después de las llamas, los expertos hablan de silencio, de desolación. Pero, si se mira con cuidado, desde ese momento el ecosistema ya está reaccionando. “Visité la zona de Cortes de Pallás y Dos Aguas [Valencia] de finales de junio a los 15 días, y ya había insectos, aves, zorros y brotes”, dice Juli Pausas, del Centro de Investigación sobre Desertificación (Cide) del CSIC en Valencia.
Pero que la vida regrese —o se manifieste, si se asume que gran parte no se había ido— no es un fenómeno garantizado. Después del fuego, los seres humanos se enfrentan a la idea de pérdida, de catástrofe. Surgen las ganas de hacer algo enseguida. De recuperar el verde que ahora es negro. De sustituir lo quemado por nuevos árboles. Pero eso, la reforestación artificial en grandes cantidades, no es, según los expertos, una receta mágica y generalizada para todas las zonas. “Cada caso es un mundo. Hay que esperar, estudiar los daños en la zona y analizar cómo se va a comportar la naturaleza por si sola. Y después de eso determinar si necesita ayuda”, expone Inés González Doncel, ingeniera de montes y profesora de la Politécnica de Madrid.
Después de miles de años quemando bosques, los seres humanos empiezan a saber qué hay que hacer —o qué no— para recuperarlos. Aunque no sea una ciencia exacta. Y lo primero, antes que preocuparse por el verde, es velar por el suelo donde luego debería volver a crecer. “La desaparición de la vegetación que hace de cubierta protectora puede fomentar la erosión del suelo. Y ese es el principal problema para la recuperación del terreno tras el incendio, lo que hay que evitar por todos los medios”, apunta Carlos del Álamo, decano del Colegio de Ingenieros de Montes.
Para ello hay que prevenir que las lluvias o la propia vegetación arrastren y erosionen ese suelo, que está mucho más sensible por el incendio. “Con el arrastre pierde la capa fértil y se corre el riesgo de que los sedimentos se acumulen en los embalses, y que el barro y el fango invadan cultivos y pueblos. Y eso no solo es suelo fértil que se pierde, también supone un riesgo para las infraestructuras”, explica Del Álamo. Antonio Jordán, profesor de Ciencias del Suelo de la Universidad de Sevilla, añade otro efecto de las llamas: que se genere una capa superficial hidrofóbica en el suelo donde el agua no se infiltra, lo que fomenta el riesgo de erosión.
Por eso, la primera maniobra tras el incendio es impedir ese arrastre en las zonas de riesgo. Sobre todo en las pendientes. Y hacerlo, como explica Pausas, antes de que lleguen las lluvias.
Eso se puede lograr construyendo barreras transversales, utilizando madera de la propia vegetación quemada o clavando troncos en el terreno. “El suelo que se pierde es dificilísimo de recuperar. Tarda cientos de años en formarse”, informa Jordán.
150.000 hectáreas este año
Diana Colomina, coordinadora de Restauraciones Forestales de WWF, urge a tomar este tipo de iniciativas de manera casi inmediata.
“Hay que actuar”, opina. Proteger la tierra, construir fajinas (paredes de contención), controlar las plagas, que suelen cebarse en los árboles medio quemados, vivos aún pero debilitados, expone la ecologista. Todo, eso sí, con mucho cuidado. “No se puede meter maquinaria pesada; si se cortan árboles o se saca madera quemada, hay que vigilar su arrastre, para que no se lleve por delante el suelo con su banco de semillas o las raíces que han quedado y que pueden servir para regenerar la flora”, explica. “A veces basta con aprovechar las ramas quemadas y ponerlas sobre el suelo para que amortigüen el impacto de las gotas de la lluvia”, añade Pausas.
Pero volviendo a lo práctico y solucionado lo más urgente —el suelo—, los expertos apuntan que lo necesario es tiempo. El bosque ya no es el mismo, pero no hay que forzar su repoblación. “No se aconseja la restauración inmediata, es mejor ver cómo va poco a poco, observar cómo reacciona el suelo y si surge vegetación de manera espontánea en el terreno. Y no siempre es necesario intervenir porque hay especies que, como los pinos, que usan el fuego para rebrotar”, dice Del Álamo. Además, hay que tener en cuenta que entrar en la zona, que está mucho más débil, con máquinas para el plantado puede agravar el estado del suelo.
A pesar de estas conclusiones, no siempre se sigue la receta correcta. “Cuando se quema una zona desaparece la vegetación y se crean cambios en el suelo. Vemos paisaje destruido, que en principio parece que va a ser irrecuperable, por lo que muchas veces y de manera incorrecta se repuebla inmediatamente”, dice el profesor Jordán, miembro del grupo de investigación FuegoRed. Como ocurrió en los años setenta y ochenta en el Parque Natural de los Alcornocales (Cádiz), repoblado con pinos en varias ocasiones, después de incendios. “Es el parque de alcornoques más grande del mundo y se ven rodales de pinos, una especie que no crecía allí. Llama mucho la atención”, dice el investigador.
Porque, según los expertos, si finalmente se decide reforestar —porque no ha cuajado el crecimiento de manera natural, porque se han producido incendios sucesivos en una misma zona o porque la regeneración sea tan lenta que pueda perjudicar al ecosistema— hay que hacerlo con especies autóctonas.
De hecho, muchas de ellas, como los alcornoques, están muy adaptadas al fuego. Este fenómeno, que se conoce como pirofitismo es diverso. En unos casos, es pasivo: cortezas como la de los alcornoques, que protegen el interior del árbol, donde están los vasos que llevan la savia. En otras, hay una respuesta activa. Como en las piñas, que se abren con el calor, y dispersan las semillas. Otros árboles —encinas, robles— vuelven a brotar desde los tocones que quedan tras cortar la parte quemada. “También las plantas arbustivas, que son clave para sujetar el suelo, tienen estos procesos. Y están las semillas que han quedado”, dice la ecologista Colominas.
El proceso de análisis es largo, pero se trata de ver si el bosque es capaz de regenerarse solo. Una realidad que a veces es imposible. “En el incendio del Barranco del Hocino de Guadalajara, en 2005, se quemó una tejeda. Estos árboles, además centenarios, estaban en la peor parte del fuego, y no tienen esa capacidad para rebrotar. Si queremos que vuelvan, hay que plantarlos”, admite Colomina. “A veces conviene echar alguna semilla de herbácea para que ayude a fijar el suelo”, apunta el investigador del CSIC Pausas.
Para actuar como se hizo en Guadalajara, los expertos recomiendan esperar un año y medio, o dos, para ver si la biodiversidad se mantiene. En esa zona se empezaron a plantar los nuevos árboles en 2008. Tres años después del desolador incendio. Un tiempo que permitió identificar las necesidades y establecer un plan.
“No hay casos en que una especie vegetal haya desaparecido por un fuego. Otra cosa es que queramos tener un bosque como el anterior en su estructura, y eso es imposible. Si el que se quemó tenía árboles de 100 años, habrá que esperar 100 años para que sea igual”, afirma Pausas.
Tras el suelo y la vegetación, queda la fauna. En los últimos incendios de Tenerife, se han quemado más de 2.000 hectáreas forestales. El fuego no llegó por completo al Parque Nacional del Teide, lo que podría haber sido una catástrofe —ahora se analiza el alcance del incendio del Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera—, pero afectó a 1.000 de sus hectáreas. Algunas de ellas, de enorme valor ecológico. Cristina González, delegada de Seo Birdlife en Canarias, explica además que dos de los tres pinares más importantes de la isla, el de Vilaflor y el de Guía de Isora —ambos calificados de Espacio Natural Protegido y Zonas de Especial Protección para las Aves— se vieron afectados por las llamas. Pinares antiguos, maduros y bien conservados que son prioritarios para la fauna y en los que se localizan más de una treintena de especies nidificantes, como el pinzón azul de Tenerife, el pico picapinos, el herrerillo canario o el halcón tagarote.
La mayoría de los animales que viven en zonas quemadas escapan de las llamas, pero su hábitat queda destruido o modificado. Algo que afecta particularmente a las aves. González explica que este año, debido a que el invierno y la primavera han sido muy secos, el éxito reproductor de estas está siendo muy bajo en Canarias. “El incendio se ha producido en época de cría cuando había muchos pollos volanderos, con lo que la mayoría no habrá podido salir”, dice.
Pausas es moderadamente optimista. “En un porcentaje muy alto, los animales se esconden”, afirma. Y vuelven. Por ejemplo, si se dejan árboles quemados pero en pie para que nidifiquen. Claro que no se trata solo de dejar que se recupere solo. “Hay que tomar medidas, acotar las zonas, limitar el pastoreo”, afirma Colomina. “Hay que vigilar que el nuevo bosque tiene buena calidad ecológica, que no tiene una densidad excesiva o que no necesita una poda”, añade.
Los ritmos del hombre y los de la naturaleza no coinciden. Y sus necesidades, tampoco. “La vida sigue”, zanja Pausas. Pero con el cuidado del hombre —o por lo menos con una interferencia limitada— le irá mejor.
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